domingo, 27 de abril de 2014

La vida es como la lluvia.

La vida es como la lluvia. Hay quienes viven escapando de las gotas y se quedan padeciendo el mojado. Otros se empapan quejándose por el agua mientras se les humedece la piel. En cambio, algunos esperan para no mojarse mientras se les resquebraja la osadía. Nuestra vida tiene una intensa relación con la lluvia. Ella es profunda y única. Puede ser peligrosa, fría, traicionera. A la vez divertida, envolvente.  Como las lluvia  moja el asfalto calmando la sed de las entrañas, para volver a cada instante a repetir la esperanza y la promesa.
Creo que todos, en algún momento hemos sido esos "quienes", es importante vivir los procesos de las situaciones que nos presenta la vida, madurarlos y luego, enfrentarlos y asumirlos.
Atravesemos la lluvia y entremos en el diluvio. No esperemos a que se detenga. Que el atardecer no nos encuentre cerrando nuestros paraguas de los recuerdos. De esas lluvias que de haberlas atravesado habrían sido nuestras como el agua que integra nuestra piel. Encaremos la lluvia y tatuemos nuestra piel con sus gotas. 

martes, 18 de marzo de 2014

Uno más. La historia se repite...


El accidente del tren Ferrobaires en San Miguel, con una secuela de cuatro muertos y decenas de heridos, escandalizó por unos días a la sociedad. El encuadre dominante procuró certezas y culpables a la velocidad de la luz. A las víctimas se les prometió una indemnización acorde. Pero muchas familias aún no recibieron el dinero. Entre ellos, el pasajero Diego Arazi que tuvo una lesión en la pierna. Su hermano menor, Marcos, murió en el accidente.
Diego nació en Villaguay, en el centro de la provincia de Entre Ríos, una porción de tierra abrazada por los ríos Paraná y Uruguay. Es un maestro de alma, la dura infancia rural en la que tuvo trabajar desde los nueve años de carpintero,  retrasó pero no logró frustrar su vocación. Hizo el secundario de adultos y cuatro años después se recibió en el magisterio. A los 29 años llegó a Villa de Mayo, provincia de Buenos Aires, donde conoció a Lucía, su esposa y compañera inseparable. Vivían en una casa humilde de la calle Avelino Díaz junto a Marcela, su madre y Marcos, su hermano.
En el 2010, Diego tenía 43 años. Hacía calor la mañana del 16 de febrero, cuando comenzó su epopeya diaria en el ferrocarril Ferrobaires. Un tren cuyos vagones son como cárceles rodantes, en donde los pasajeros-prisioneros viajan cautivos de las pésimas condiciones. Esa mañana, el andén desbordaba de personas. Las colas de siempre y luego la estampida humana.  La ola depositó a los hermanos Arazi  en el fondo del último vagón. Se empujaron y se pisaron. Minutos después el impacto, la explosión, la desesperación. El ferrocarril chocó contra una locomotora de la empresa San Martín que estaba detenido. Los pasajeros quedaron aplastados por horas. Algunos que no estaban heridos empezaron a auxiliar a aquellos aprisionados en las entrañas del tren. Mientras, otros intentaban salir por su cuenta. Entre los gritos se impuso la voz de Diego que atravesó el éter: “Ayúdenme a buscar a mi hermano”. Sin embargo, nadie pudo auxiliarlo.
Finalmente, después de varias horas, los bomberos junto con el grupo de rescate pudieron sacar a los sobrevivientes. Pero ese accidente dejo cuatro muertos y más de veinticinco heridos. Marcos, el hermano de Diego, murió instantáneamente cuando fue el impacto contra la locomotora. Tenía 29 años, era padre de tres niños y esposo de Laura Lombardi.
Además del dolor por la pérdida de su hermano, imposible de describir en ninguna crónica, Diego arrastra una lesión en la rodilla. Tardó más de un mes en volver a trabajar y dos en pisar nuevamente el Ferrobaires. Ese día lloró durante todo el viaje.  Para él ir en tren es un desafió constante y todavía sufre día tras día la incertidumbre de saber si va a llegar a destino. La familia Arazi inició una demanda al Estado por no cumplir con lo que habían  prometido. En el momento de la tragedia,  el Gobierno acordó con las víctimas, un programa de atención que incluía dinero en efectivo,  medicamentos y ayuda psicológica. Sin embargo, la familia Arazi aún no recibió la indemnización.
No hay amargura sino convicción en la voz de Diego cuando recuerda su lucha diaria por su familia: “Ya voy viviendo casi tres años detrás de la causa. Tres años de ir corriendo de mi trabajo para estar presente en los Tribunales ya que solo atienden hasta el mediodía. Tres años de viajar a La Plata y esperar sentado hasta que me atiendan  y me expliquen qué pasó con la causa de mi hermano, qué pasó con todo lo que me prometieron y aún no tenemos. ¿Qué me motiva en este ir y venir agobiante? No es la plata, es por mi hermano y mis sobrinos. Es que la justicia es lo mínimo que se merecen”.
Desde que ocurrió el accidente,  Diego se largó hacia una esperanza que no se cumple, imaginando un horizonte que se aleja como un espejismo. Él y su familia esperan que alguien vaya preso por lo sucedido y que se haga justicia: “Muchos me preguntan por qué hace tanto tiempo que dejé mi vida de lado para ayudar a mi hermano que murió. Es porque quiero demostrarles a todos los que me dicen que en este país hay que tener contactos y dinero para que se haga justicia. Es porque quiero mostrarles a mis dos hijos, a mis alumnos y a mis sobrinos qué es lo correcto y que vale la pena la lucha cuando uno sabe que está haciendo lo que está bien. Es porque si tienen que estar presos los pibes que roban una gorrita y una mochila en una villa, también lo tiene que estar el político que mató por no destinar los fondos necesarios y vive en una zona de clase alta”.
El tiempo parece no haber pasado. Las imágenes que quedan de esa tragedia perduran casi intactas en la memoria de Diego, como si se tratara de réplicas que refuerzan el desánimo, la negligencia y la impotencia. Todo eso reforzado en la interminable lista de accidentes que aún siguen perpetuadas en la historia ferroviaria del país.
 El dolor y la desazón parecen ser los nuevos estandartes en la vida del maestro. “Escucho cuando hablan de la tragedia de Once o la del Sarmiento y me preguntó si alguien se acuerda de que hace tres años paso algo similar. Quizás no nos dan tanta importancia porque no murieron tantas personas. Porque, en la mayoría de los medios, lo que les importa es la muerte. Siempre hablan de los muertes pero no de los sobrevivientes.”
Desde hace cinco años, Diego es maestro de cuatro grado de la escuela Nº15 en el barrio de Parque Chacabuco. Todos los días se pone el delantal sin dejar que las penurias personales afecten su trabajo esencial y su amor por la educación: “En las horas que estoy dando clases me olvidó que tengo que ir a Tribunales y brindó mi ayuda por completo a los chicos”. Además, es padre de Franco y Natalia y a pesar de las dificultades económicas que debe atravesar, sigue batallando para seguir adelante con su vocación. "A veces, cuando estoy durmiendo, estoy pensando en qué actividad puedo preparar para mis alumnos. Y se me entrecruzan recuerdos de mi hermano."
 Arazi, como tantos otros pasajeros que siguen viajando en el tren Ferrobaires, continúan resucitando esa  esperanza defraudada, para ser destruida otra vez y volver a resucitar, en un círculo que se torna vicioso.  Como un reloj averiado, cuyas agujas no logran reflejar el paso de los años, así ocurrió con el accidente de San Miguel, que se reaviva a diario en las malas condiciones del servicio de trenes, en los adelantos y retrocesos de la causa, y en el desoído pedido de los familiares, como Diego, que esperan y luchan por justicia. 

viernes, 14 de marzo de 2014

Una escena urbana.

El tren de la ex línea Roca llega a la estación Constitución con miles de pasajeros. Quizás es difícil saber de dónde vienen o a hacía dónde se dirigen, pero a estas horas de la madrugada es fácil arriesgar una respuesta sin equivocarse. Son pasadas las cinco y media de la mañana, y casi todos los viajeros van a sus trabajos. Algunos bajan rápidamente para no retrasarse, pero hay otros que van con menos prisa. Esos que aún tienen unos minutos suelen hacerse un tiempo para desayunar.
Sobre la plaza Constitución se encuentra uno de los puestos de café y facturas más concurridos. Alrededor de las cinco de la madrugada llega Marcelo Galeano, de unos 40 años, vestido con una camisa blanca y abre el puesto. Recibe al repartidor de la panificadora y prepara una olla enorme de café y con varios termos traslada el contenido a un recipiente más grande que conserva el calor, desde el cual, luego, servirá al público.
Desde temprano circulan algunos ciudadanos por la zona, pero Marcelo sabe que el negocio arranca recién con los primeros trenes de las seis. Treinta años como cafetero, en la estación de tren, le dieron la experiencia para conocer el negocio del café. Galeano chequea tener una buena cantidad de monedas en su bolsillo, termina de acomodar las facturas en la mesa, se ponen en guardia y le hace frente a las decenas de personas hambrientas.
El color brillante de las medialunas y el aroma a café son tan fuertes que logran acaparar el olfato y la vista de los peatones. Asombra que entre la estación de tren y la plaza de Constitución abundan alternativas gastronómicas, pero ninguna logra ser tan exitosa como el puesto de Marcelo, que se encuentra junto a la parada del 65. Las razones de su fama pueden ser variadas desde la simpatía del vendedor,  la buena ubicación o hasta los precios accesibles. Por cuatro pesos con cincuenta se puede tomar un café acompañado por dos facturas. Pero no son sólo medialunas. Hay de todo, aunque las de dulce de leche se acaban rápido.
Marcelo es padre de cinco hijos y la necesidad por mantener a su familia lo llevo en busca de pan y trabajo. Pero el oficio de cafetero lo lleva en su sangre, porque su abuelo también lo fue. La gran destreza y gentileza de Galeano para atender el pedido de las personas es admirable. Los clientes agradecen y se acomodan parados junto con los otros consumidores. Algunos tienen mucha prisa y salen rápido con café en mano, un poco quemándose al tratar de beberlo para no volcar, pero otros se quedan a disfrutar más calmos el café.
Para las diez de la mañana las facturas ya se van terminando y el café cae a gotas. Al medio día, Marcelo ha terminado su trabajo en la plaza. Se va a reanudar su vida, quién sabe adónde, para volver mañana a la madrugada a repetir el ritual. 

viernes, 7 de febrero de 2014

RECETA PARA ENCONTRAR SOLUCIONES

Encontrar soluciones se parece bastante a cocinar: hay que contar con los ingredientes adecuados en el tiempo y orden correctos. En este caso, les brindaré aquí la receta para uno o pocos problemas. Cada lector es bienvenido  a crear una receta para múltiples de ellos.

En este caso, los ingredientes que necesitaremos son:
- Problema (preferentemente 1 solo)
- Consejos de allegados (6  aproximadamente)
- Tiempo para reflexionar (no menos de siete días)
- Punto de vista general sobre el problema (1)
- Lágrimas (60 centímetros cúbicos aproximadamente)
- Epifanía (1)
- Metáforas, metonimias, y figuras retóricas surtidas (a gusto)

1) Se pela y se lava el problema para que quede  visible y evidente.  Este procedimiento  requiere un manual especial  que excede los propósitos de éste, pero puede adquirirse editado por esta misma editorial.

2) Se condimenta consejos de allegados. Se aconseja de varias calidades: desde simples conocidos, hasta gente amada,  desde comentarios esperanzadores, hasta negativos. Hay  que tener cuidado con el exceso, porque los consejos son como la sal.

3) Se pone en remojo en un tiempo de reflexión no menor a tres días. Los estímulos obtenidos incluido el del problema original son muchos, y tenemos que dar tiempo a que se acomoden los sabores, y se formen las texturas.  El tiempo de reflexión le otorgará las profundidades reales al problema, o mejor dicho, las revelará.

4) Con los estímulos calmos y las profundidades reveladas, pasaremos a un último reposo del problema antes de la cocción, a través una mirada general o en perspectiva. “Siempre hay alguien peor que yo” y “Estuve igual de mal y lo superé” pueden revolotear y posarse en el problema. No los ahuyente, los dejaremos ahí.

5)  En este paso, cocinaremos con el alma al máximo por varias horas y lloraremos unos 60 centímetros cúbicos de lágrimas, permitiendo que salga del problema todo lo que ya esté en condiciones de salir, y nos quedaremos con el jugoso y vulnerable núcleo.

6) Este es un de los pasos más complicados porque requiere de fuerza de voluntad. Es como sacar una torta del horno que se puede desinflar y venir abajo si no hicimos todo con cuidado: es momento de moldear el núcleo en modo de epifanía, de entender que estamos mejor y reírnos entre las últimas lágrimas de nuestras actitudes recientes. Se acepta compartir con alguien.

7) Por último, añada figuras retóricas a gusto para ornamentar y acentuar el efecto epifánico, y una hojita de laurel para el aroma.

¡Felicitaciones! ¡Encontramos una solución!  Me despido deseando que no necesite la receta con mucha frecuencia, y recuerde que una pequeña dosis de problemas de vez en cuando hace bien.

viernes, 7 de junio de 2013

Cantante Peluquero de Racing Club





Producción: Mauro Albornoz, Mara Perrone, Georgina Cutrone, Ros, Elizabeth, Andrea Zito.

El emblema del terror




Enmudeció la libertad. Dirigió un país con odio. Decidió sobre la vida y la muerte sin miedo. Fue la voz de una época en donde las calles rimaban con represión y cuerpos rebeldes a asesinatos. Castigó la osadía y cultivó el desprecio por el pensamiento. Brindó con el demonio para que sepa que, en la tierra, hay hombres sin escrúpulos capaces de asesinar. Jorge Rafael Videla fue el dictador de la última dictadura militar argentina.

Nació el 2 de agosto de 1925 en el pueblo de Mercedes, en la Provincia de Buenos Aires. Durante su infancia tuvo una familia conservadora y un padre militar.  Heredó una profunda inclinación por la iglesia y la religión. Sus compañeros definieron a Videla como un niño tímido, retraído y muy aplicado.  Cuando tenía apenas dieciséis entró en el Colegio Militar de la Nación.  Dicen que a Videla lo llamaban “el boludo del cuartel” ante el General Jorge Carcagno, Jefe del Ejército en aquel entonces. Creció respirando el lenguaje y la iconografía militar. Se fogueó en el mismo cuartel que también formó a los represores Roberto Viola y Carlos Guillermo Suárez Mason. En1975, Videla fue designado comandante en jefe del Ejército.

El 24 de marzo de 1976 Videla asumió como Presidente de facto. Con Biblia en mano y fusil en hombro inició el oscuro Proceso de Reorganización Nacional.  Llevó la muerte y la guerra a cada rincón de la Argentina.  Acompañado por  Emilio Eduardo Massera de la Armada y Orlando Agosti de la Fuerza Aérea derrocaron a la debilitada presidenta María Estela Martínez de Perón. Las Fuerzas Armadas se adueñaron del Gobierno e instalaron un plan para asesinar a estudiantes,  militantes, gremialistas y a todas aquellas personas que fueran necesarias para implantar el Terrorismo de Estado.  Se montaron centros clandestinos de detención, tortura y exterminio y hacían desaparecer los cuerpos de las víctimas.  Vocablos como horror, brutalidad, perversión tuvieron que resignificarse para definir y abarcar tanto desprecio por la vida humana.

Fue un mentiroso, que rezando en todas las iglesias, instauró el terror en la Argentina. Aseguró que la dictadura que gobernaba iba a proteger las instituciones y a honrarlas. Mintió porque sabía que sus decisiones iban a destruirlas. Borró de un escopetazo las leyes nacionales y mancilló sin vergüenza las páginas de la Constitución. Tal vez el cinismo es una de las características más propias de su personalidad. Creyó ser éticamente mejor que aquellas personas a las que mando a asesinar.  Fue un hombre deshonesto que se mostraba como un devoto y como un soldado estricto, pero sosegado, de pocas palabras, terminante.

Videla medía un metro ochenta.  Su mirada inalterable se escondía detrás de sus ojos grandes oscuros. Ese rostro carente de inflexiones ocultaba a un hombre que bañó a un país con la sangre de inocentes. Puso su diminuta boca contra el viento y aspiró vidas. Su pelo engominado evidenciaba sus ideales retrógrados disfrazados en promesas modernas.  Pero Videla, cual lobo disfrazado de cordero, siempre forjó esa imagen de austero y  religioso. Fue de esos católicos que comulgaban con cinismo después de asesinar.

Pero tanto el plan económico como la dictadura militar implantada por Videla llegó a su fin en 1983. Tras la recuperación de la democracia, fue juzgado y condenado a prisión perpetua por numerosos crímenes de lesa humanidad. El 5 de julio de 2012, fue condenado a 50 años en prisión en cárcel común por ser responsable del secuestro sistemático de bebes. Sin embargo, en ningún juicio contó dónde estaban los desaparecidos, según datos de la UNESCO aún hay más de treinta mil. Ni en el epílogo de su vida se observó un atisbo de pretender mitigar el dolor que provocó, por el contrario, reivindicó sus crímenes y los avaló con su silencio permanente.

El 17 de mayo del 2013 Videla murió en la cárcel de Marco Paz. Vivió y murió sin arrepentimiento. Selló un pacto de sangre con sus labios y se llevó a la muerte muchos secretos. El escritor Rodolfo Walsh quien fue perseguido y  desaparecido durante la dictadura militar, dijo que “el verdadero cementerio es la memoria”. Sin duda, Jorge Rafael Videla quedará en el recuerdo de los argentinos como un criminal y como un símbolo del terrorismo. Nunca tendrá ni olvido ni perdón.